lunes, 7 de septiembre de 2015

"DE MATOS RODRIGUEZ, LA CUMPARSITA" (II) 

          Derechos cedidos por su autora Rosario Infantozzi


 UN SUSTO FENOMENAL




En la madrugada del 19 de abril, fecha patria y varios días antes de la fecha anunciada para el estreno, yo venía en un tranvía 35. Llegué a la esquina de 18 de Julio y Andes, que estaba toda engalanada con banderas de la patria, y me dirigí a La Giralda, como lo hacía todas las noches, mientras escuchaba la música que salía del local, lleno de humo y de hombres de traje oscuro y rancho de paja. De pronto me detuve, emocionado. ¿Sería el tango que estaba escuchando el mío? No podía ser, no todavía. Sin embargo, ya próximo a la entrada del local por 18 de Julio no tuve dudas, era La Cumparsita. No supe qué hacer y me asusté, me asusté de verdad. Fue tan grande la emoción o el miedo, que no me animé a entrar. Vacilé, di vueltas y cuando noté que la orquesta había finalizado la ejecución y todo el mundo aplaudía y gritaba ¡bis!, entré al café por la puerta de la pasiva. Me pareció que si lo hacía por la puerta principal, a la vista de todos, los muchachos de la Federación me iban a aplaudir y a gritar. Por suerte esa noche, a esa hora y por el sitio donde entré, no me tropecé con ninguno de los que sabían que yo era el autor y sí con otros amigos. Al acercarme a una de las mesas, uno me preguntó si había escuchado el nuevo tango que había tocado Firpo y si me había gustado tanto como a ellos. Evidentemente no sabían que era mío y yo aproveché ese desconocimiento para reírme un poco y aflojar los nervios. Me hice silbar el tango varias veces con la excusa de que no lo conocía, hasta que, al rato, se acercó a la mesa uno de los de la barra de la Federación y… bueno, quedé al descubierto. —¡Felicitaciones por el éxito! Y ahora, ¿qué vas a hacer? —¿Cómo qué voy a hacer? Ya está, ya lo estrenaron, ¿qué se supone que tengo que hacer? —¿Cómo que ya está? ¿Estás loco? Te dije que si Firpo te lo estrenaba podías hacer mucha plata con este tango, ¿te acordás? ¿Tenés idea de cuánto pagan las editoriales argentinas por un tango? No le contesté, pero me quedé pensando. Esa noche hubo varios bises y –en total– los acordes de La Cumparsita se escucharon durante más de media hora. 

miércoles, 26 de agosto de 2015

“DE MATOS RODRÍGUEZ, LA CUMPARSITA”
       Derechos cedidos por su autora Rosario Infantozzi.

Matos Rodríguez nació en Constituyente entre Minas y Magallanes y "La Cumparsita" se estrenó en La Giralda, confitería demolida para construir el Palacio Salvo.
Transcribimos unas páginas del libro escrito por Rosario Infantozzi sobre su tío, el célebre compositor de "La Cumparsita" 

Verano de 1917
…………………..
Restablecida la calma y adelantados los preparativos para la comparsa, dejé a un lado la timidez, me animé, me senté frente al piano y les toqué a los muchachos el tango que me había ayudado a escribir Becha.  Al principio nadie me dio bolilla, después se fue haciendo un silencio impresionante. Recuerdo que, al terminar el último acorde, unos aplaudieron con las manos y otros lo hicieron golpeando los cajones de bencina. —¿Y ese tango? ¿De dónde lo sacaste? —preguntó uno. —¿Les gustó? —pregunté yo, a mi vez. —Es un tango bárbaro —intervino otro. —Es el de la vez pasada ¿no? —agregó un tercero, con buena memoria— cuando lo tocaste dijiste que era de un amigo. ¿De qué amigo? Hay que felicitarlo. —Firpo ya está ensayando en La Giralda ¿Por qué no le decimos a tu amigo que se lo lleve? Capaz que se lo estrena y se hace famoso. —¿Tan bueno les parece? —volví a preguntar. —A mí me parece que a Firpo le va a gustar. —¿De veras les gustó? —insistí. —Sí, hombre, sí. Nos gustó, nos gustó mucho. ¿Qué te pasa? —Bueno, entonces se los voy a confesar… este tango es mío.

EL BAUTISMO
Ahora que nació, tenemos que bautizar a la criatura —sentenció Introini, una vez pasada la primera impresión. —Así se la llevamos a Firpo y capaz que nos la estrena —decidió el que tenía un amigo que era amigo de Firpo. Me gustó mucho aquel “nos la estrena” porque yo ya había descubierto que esta cosa de componer, si bien es loca y maravillosa, es también un oficio solitario y duro porque uno está solo frente al misterio y porque hay que tener el alma desnuda para poder sentir. Aquel “nos” lo recibí como una frazadita que me abrigaba el alma. —Y te digo una cosa —agregó— si Firpo te lo estrena, te aseguro que vas a poder hacer plata con este tango. Resuelto el punto, cada quien hizo generosamente su aporte para el título. Se barajaron muchos nombres, pero prevaleció uno, el mismo que ya campeaba en el estandarte con el que la comparsa iba a salir en Carnaval y con el que todos nos sentíamos identificados: La Cumparsita. ¿Por qué? Tenía que ser así… ¿acaso no éramos nosotros?
   

Como yo no me decidía a ir solo, dos de los muchachos me acompañaron a ver a Roberto Firpo, el famoso músico argentino que había venido a Montevideo para actuar en el café La Giralda, que se encontraba donde hoy se levanta, majestuoso, el Palacio Salvo. Era de tarde y el local estaba vacío. Un mozo lavaba el piso, otro secaba vasos detrás del mostrador, en mangas de camisa los dos y con delantales blancos largos hasta los tobillos. En un estrado, ensayaba el cuarteto compuesto por el propio Firpo y por David ‘Tito’ Rocatagliata, Agesilao Ferrazzano y Juan Bautista ‘Bachicha’ Deambroggio. En vista de que yo no me atrevía a hablar, uno de los muchachos se acercó a Firpo y, después de parlarle un rato, le entregó lo que, para mí, era una obra maestra de la escritura musical. Firpo se acercó al piano, se sentó, puso el cuaderno en el atril, intentó tocar lo que había escrito Becha pero no le pegó una. —¿Quién escribió esto? —preguntó, con un cierto desdén. —La hermana de Matos —contestó mi amigo y me señaló— él no sabe música. —Pero sabrá tocar —Firpo me miró de arriba a abajo— ¿o no? Me acerqué y dije que sí con la cabeza porque no me salían las palabras. Tenía unas ganas locas de arrebatarle el cuaderno y salir corriendo, experimentando por primera vez la sensación agónica de poner a consideración de la crítica la criatura a la que le había dado vida con tanta ilusión. Firpo se levantó de la banqueta y me hizo señas de que me sentara. —Esto no lo entiende nadie, botija. Sentate y tocalo vos. Nunca me gustó tocar en público pero no tuve más remedio. Ya con los primeros acordes, no más, los demás músicos y los mozos dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron al piano, para escuchar mejor. Al terminar, todos aplaudieron con ganas.

—Me gusta, tiene gancho —dijo Firpo, buen clínico y conocedor de lo que había llegado a sus manos— lo vamos a ensayar y te lo voy a estrenar pero, para que la orquesta pueda tocarlo, antes hay que pasarlo en limpio y hacerle algunos arreglitos. Así no se entiende nada y le podríamos agregar… —No quiero que le agregue nada —lo atajé, con brusquedad y sacando coraje no sé de dónde— a mí me gusta así como está. —¡Qué carácter tiene el mocoso! —se rio Firpo—. Está bien, está bien, era por hacerte un favor. Para que veas que no me ofendí, hasta te ofrezco firmar la partitura como si el tango fuera de los dos… —y al ver mi cara de asombro, agregó—: así te doy una mano, como sos tan nuevito, a vos no te conoce nadie… ¡Oh, videncia del Pato Pekín!, como cariñosamente me apodaban mis amigos en aquel tiempo: no entré por el aro y rehusé la colaboración y, por lo tanto, el injerto del nombre de Firpo en mi primera obra musical.

lunes, 18 de mayo de 2015

Recuerdos carnavaleros

Carnaval

por Ana María Chiara (desde Santiago de Chile)


Cuando nos mudamos a la calle Médanos (ahora Barrios Amorín), era verano. Nuestra casa quedaba al lado de la Clínica y del Sanatorio Uruguay donde trabajaba papá como médico. Con mis hermanas estábamos contentas con la casa porque teníamos más espacio para jugar que en el apartamento de Gaboto, pero, no conocíamos a nadie en el barrio.

Llegando Febrero estábamos noveleras con el disfraz que usaríamos en el Carnaval. Mamá nos confeccionó unos trajes maravillosos, llenos de brillos y colores. El de mi hermana era de holandesa y el mío de bailarina rusa con tiara de flores. A la vez que nosotras estábamos felices, mi hermana menor se enfermó y tenía fiebre. Nada explicaba su malestar hasta que mamá adivinó que también ansiaba un disfraz. Rápidamente cosió unas telas y apareció una radiante Caperucita Roja ya sin fiebre. Para estrenar nuestros atuendos salimos esa tardecita a la puerta de calle y nos encontramos con que, en la vereda de enfrente, había dos nenas también disfrazadas. Nos miramos tímidamente y nos hicimos la pregunta de rigor: “¿De qué estás disfrazada?” De ahí en adelante se transformaron en nuestras mejores amigas hasta hoy: Miriam y Susy.

Mis abuelos vivían en un apartamento en 18 de Julio, frente a la Universidad. Esa noche iba a pasar el Corso por la calle principal. Era un desfile de murgas y tamboriles acompañados de los carros alegóricos y los infaltables cabezudos que hacían la delicia de los chicos. Mi abuelo bajaba en la tarde, cuando se colocaban las sillas al borde de la calle,  alquilaba unas cuantas para toda la familia y se quedaba sentado cuidándolas y aprovechando a disfrutar del entorno. Cuando llegábamos nosotras muy exaltadas, él se reía con ternura haciendo mover su barriga acompasadamente. Ahí nos compraba papelitos y serpentinas que tirábamos al viento con alegría. Pasábamos una tarde muy divertida compartiendo con otros niños disfrazados y tirándonos papelitos. En el momento que pasaban los cabezudos, sentíamos una mezcla de risa y de susto en la panza, cuando acercaban sus cabezotas hasta tocar las nuestras.  Retornando a casa, nos quedábamos dormidas en el auto, de tan cansadas que íbamos. Mamá era quien nos sacaba los disfraces entre bostezos y sonrisas para meternos en la cama y seguir soñando con candilejas. Eran noches muy especiales que como niños gozamos y que dejaron una huella indeleble en nuestro recuerdo. 

sábado, 18 de abril de 2015

Una vuelta por el colegio

por Ana María Chiara (desde Santiago de Chile)

     Siempre nos juntábamos en la esquina de Mercedes y Barrios Amorín para tomar el trolley 62, Pocitos, que nos llevaba al liceo. A veces raudo y otras no tanto, lo que nos desesperaba a mí, a mis hermanas y a una amiga, por miedo a llegar tarde.

      Mi colegio era el Santo Domingo, las Domínicas de Rivera, solo de niñas. Pasábamos una portería y enseguida se abría un patio lleno de sol y cargado con la risa de tantos recreos. Subíamos corriendo las escaleras no sin antes echar una mirada a nuestro uniforme azul y zapatos lustrados, sin olvidar la vincha obligatoria sentenciada a contener nuestros rebeldes cabellos. Era el tiempo del pelo batido y ésta ponía un veto al peinado. Tampoco podíamos ir maquilladas así que nos quedábamos con las ganas de probar el delineador líquido que hacía furor en ese entonces. Parecíamos muy serias pero en el fondo nos reíamos mucho y lo pasábamos regio.


    Como norma, teníamos que respetar nuestro uniforme y eso incluía no juntarnos con chicos en la salida. Mi hermana mayor tenía un noviecito que vivía cerquita, por Bulevar Artigas. Lo había conocido en una Kermesse del Sagrada Familia. Nos encantaban estas reuniones de los colegios,  muy típicas de la época, donde aprovechábamos a ver chicos y mandarnos esquelas y telegramas. Recuerdo un día, cuando salimos del colegio a las 12 y 20, mi hermana me dice que la acompañe, que se iba a juntar con él a unas cuadras por detrás del colegio. Yo, muy apegada a las normas, no quería ir por nada pero tampoco podía llegar a casa sola. Allá fuimos con el corazón latiéndonos de miedo. Mirábamos para todos lados viendo fantasmas por doquier, camionetas rojas como la de papá o la Combi del colegio. De repente todo se hace realidad, la hermana Sor Saint Gilles manejando la camioneta del colegio! Fue un desparramo! Cada uno corrió para un lado y tratamos de escondernos tras unos árboles. Gracias a Dios, el vehículo pasó de largo, pero el susto fue inmenso. Le dije a mi hermana “¡Nunca más!” Hoy es solo una anécdota.

sábado, 7 de marzo de 2015

Cosas de la escuela

por Ana María Chiara (desde Santiago de Chile)

Con mis hermanos fuimos a la escuela pública. Quedaba como a una cuadra de casa, cruzando la calle Uruguay: Escuela N° 6 Estados Unidos, de 2° Grado. Así la recuerdo y así la guardo en mi corazón como algo muy querido, me abrió las puertas del saber. Era típico, cerca de la 1 de la tarde, ver pasar a todos los chicos con sus blancos delantales y su moña azul. En medio de la calle, ponían el cartel amarillo de “Escuela” y así cruzábamos más seguros.

 Mi madre fue partidaria de que nos formáramos alternando con todos los niños: varones y mujeres de distintas clases sociales y de diferentes creencias y razas. “Así es el mundo real”, decía ella. Eso se lo agradezco porque amplió mis puntos de vista y me hizo ser más comprensiva.
A propósito del Mundial de Fútbol del año pasado, me surgió una imagen del recuerdo de otro campeonato, cuando yo era una niña. Tendría unos seis años y estaba en primero. Me gustaba mucho el colegio y estaba fascinada con aprender a leer y escribir. Rememoro ese día especial en que se produjo un pequeño caos en el curso 1º A de la Srta. Elsa. Era el Mundial de Fútbol de 1954,  jugaba Uruguay con Hungría y habían conseguido traer una radio para escuchar el partido. Estábamos en las semifinales. A nuestra clase se sumó otro curso, un sexto año que llegó con su maestro. A mí, personalmente, no me atraía tanto el juego en sí sino el ambiente que se respiraba. Había mucha expectación. Yo miraba a los niños de los cursos superiores con admiración. Se hizo un silencio cuando comenzó el partido y todos estaban preocupados por oír el relato del comentarista que amenizaba su trasmisión con comentarios divertidos. En el primer tiempo nos hicieron 2 goles y quedamos bastante preocupados. En el segundo tiempo y ya casi en el último minuto, logramos el empate. Recuerdo perfectamente como saltaba y aplaudía el profesor de sexto. Pero, lo que más me impactó, fue cuando se puso a llorar luego de perder en el alargue. Realmente estábamos todos muy conmocionados.
Tuve la suerte haber tenido muy buenos maestros en estos primeros años que me estimularon a aprender y a lograr metas.  Recuerdo especialmente a mi profesora de quinto, la Srta. Judith, que me alentaba cuando nos mandaba a hacer una redacción y yo escribía relatos fantásticos. También rememoro con orgullo haber salido abanderada y tener que recitar una poesía a la Bandera frente a todo el colegio. Esta etapa me marcó y me dio seguridad y confianza en mí misma.
                                                                                                   

                                                                                        

Maldonado esquina Tacuarembó

por Teresita Olmedo

Maldonado esquina Tacuarembó, ahí viví hasta la adolescencia, pero siempre cerca de allí.
Época tan linda la niñez. Debajo de mi casa había una tienda, Jalila, se llamaba, muchas veces me dejaban ayudarlos a forrar los botones en una máquina pequeña y fácil de usar.
Jugar  con los  amigos en la vereda o en casa de alguno, era lo más. Hasta que de alguna de las casas gritaban: “¡A tomar la leche!”
Íbamos todos.
Tanto el lechero, como el repartidor del almacén, iban a domicilio.
En la otra cuadra estaba el cine Atenas, así que los domingos comíamos apurados para ir a la matiné, y veíamos como cuatro películas. En el intermedio, dos iban a la panadería, y continuábamos, entre bizcocho y bizcocho, viendo más  pelis.
El desfile de Carnaval  era sagrado, tanto como disfrazarme para mí.
Era tan lindo ver 18 de Julio con cantidad de luces de colores formando diferentes motivos referentes al carnaval; los bailes en la calle; y en el Parque Hotel el baile de disfraces para niños.
Frente a casa estaba el zapatero Miguelito, tenía unas sillas en una parte alta, ¡lindo para  jugar! Al lado, el bar del galleguito; su hija Avelina, que aún vive ahí, era una de mis amigas.
Casa grande, amigos y amigas, con los cuales todavía nos vemos, alegría, juegos, hermoso barrio y mejor niñez.

https://ssl.gstatic.com/ui/v1/icons/mail/images/cleardot.gif

miércoles, 4 de marzo de 2015

Retazos de infancia

por Mabel Dutrenit
Dicen que la niñez y la adolescencia son algo muy importante y marcan la vida de una persona, pues entonces yo estaré muy marcada ya que esas dos etapas fueron algo maravilloso, cálidas, felices, enérgicas y sobre todo con mucho amor.-
Por supuesto nunca salía sola. Como se acostumbraba, mis padres, pero sobre todo mi mamá, siempre solían acompañarme a todos lados, y esos lugares fueron marcados en mi vida por ellos, personas sumamente cultas, joviales, alegres y con muchísima energía.-
Por ellos conocí todos los teatros, cines, museos y estatuaria de Montevideo pero sobre todo, como la época lo indicaba, de toda la zona del Centro y Cordón.-
Empecemos por decir que yo hice danza desde los 4 años, española la primera para luego seguir con ballet.- Concurría a la Calle Ejido y Uruguay, mi profesor: Onofre Suárez, lo recuerdo como un "viejito" precioso, quizás tendría 40 años pero yo lo veía muy, muy mayor.- Todos los días de clase, después de bailar por un buen rato, mi madre me llevaba a comer bombas de crema a la Confitería Bonilla , que aún está !!!!!!!!!! Los famosos "festivales " se hacían en los grandes teatros de la época: "18 de Julio", "Artigas", "Sodre", "Solís".- Bailé en todos y hasta ahora recuerdo sus escenarios, sus camarines, sus luces, pero sobre todo las canastas de flores que me mandaban mis abuela para ese día tan esperado.-
El Teatro Artigas, ubicado en donde hoy hay un estacionamiento en la esquina de Andes y Colonia, albergó a grandes cantantes y bailarines. Tengo el recuerdo de haber ido a ver allí a Miguel de Molina y por cuento de mis padres, ellos iban muy seguido a ver cantantes líricos.-
Al teatro "18 de Julio " íbamos mucho, al Ballet de Angel Pericet, a espectáculos argentinos. Era precioso y se encontraba en "18" y Río Negro, por donde está La Pasiva, en esa esquina tan particular donde estaban La Madrileña y London París.-
Que tiendas !!!!!!!!!! hay muchos que deben recordarlas. Ir a comprar zapatos en el London era un paseo, ¿por qué? porque venía un señor, de traje, muy bien vestido y educado a atendernos y me ponía en una especie de aparato de RX en que se veía, una vez puesto el zapato nuevo, hasta donde me llegaba el dedito gordo.- Que ascensores!!!!!!!!!! quién no recuerda: 1er. piso Lencería, Damas !!!!!!!! la ascensorista parecía que cantaba y con eso jugábamos en casa, con amigas, a las tiendas : "yo hago de ascensorista", decía una.-
La Tienda Inglesa, situada en la Plaza Independencia, tuvo la primera escalera mecánica !!!!!!!!! qué fiesta ir de compras!!!!!!! y qué picardías hacíamos!!.- Yo me quedaba abajo y esperaba cuando alguna mujer se caía!!!!!!!!! En la tienda Angenscheidt, una de las últimas en cerrar, fue donde me hicieron el vestido de mis 15 años!!!!!!!!
Volviendo a la danza, después hice ballet, Lolita Parent fue mi primera profesora y me hizo dar el examen de ingreso al Ballet Infantil del Sodre (había dos ballet: el infantil y el de adultos).- Mi padre no quería ni saber de eso pero mamá me llevó a darlo y lo salvé.- Después, de grande, se lo recriminé varias veces pero creo que con los años, como pasa siempre con los padres, le di la razón.- Era muy pequeña.-
Bailé muchas veces en el Sodre y lamentablemente lo vi quemarse. Exactamente lo mismo pasó con el teatro Carlos Brussa, que estaba ubicado al lado de la Iglesia de Lourdes, detrás del Banco Central, qué horrible!!!!!!
En toda esa zona era frecuente ir a pasear de noche!!!!! Papá estacionaba el auto en "18", nos quedábamos adentro y mirábamos a la gente pasear por la vereda. Por supuesto siempre se encontraban conocidos, parientes con los que uno se ponía a conversar para después ir a comer algo a la clásica "Vascongada ".- Estaba la Confitería "Ateneo", en donde hoy está la Sala Brunet, confitería con show en donde vi a grandes artistas que me quedaron grabados.- El recuerdo de Rufino Mario García recitando El Malevo, o grandes cantantes de tango, que desde ese entonces me encantaba y se escuchaba en mi casa desde las 5 de la mañana en radio Clarín.-
Esa zona, además, estaba plagada de cines, de grandes cines como el Censa, Trocadero, California, Ambassador y otros tantos.-
Creo que el Censa era el más grande. Cerca de 2.000 asientos, y se llenaba!!!!!!! Allí se estrenó Tiburón, estuvimos 3 horas apretados en el hall para poder entrar!!!!!! En el Trocadero vi el estreno de Ben Hur, en dos partes!!!!!!! y la gente se ponía sus mejores galas. También fue muy importante el estreno de Moisés y tantas películas más.-
Había cines de barrio y otros más pequeños, caso de El Polvorín, Azul, Rex, Cordón a los que también íbamos asiduamente.-
Como les dije, mi niñez fue tan rica que hay tantas cosas por contar!!!!!!! y todavía quedan muchas .- Pero no los quiero aburrir, espero que hayan recordado conmigo algunas y que otros, nacidos muy posterior a mí, hayan podido ubicar lugares, épocas y costumbres de tan linda y disfrutable etapa de mi vida .- 

viernes, 27 de febrero de 2015

El otro barrio

por María Amelia Carámbula

Ni que hablar que el cambio me disgustaba. Más aún, me apenaba muchísimo. Pero no era una época en que los padres, les pidieran opinión a sus hijos para tomar decisiones. Se acataba y punto.
Estoy hablando del año 1963, y es curioso poder evocar después de tantos años, las circunstancias que nos despertaron sentimientos adversos en otro tiempo. Yo dejé mi barrio, mi querido Malvín, llorando a mares y con el corazón  apretado. Allí había nacido y vivido hasta aquel día. Ese día en que llegó papá con la noticia de que había comprado un apartamento en el Centro, sitio al cual nos mudaríamos al mes siguiente. Él ya había tomado la decisión y así se harían las cosas.
Todo lo que había compuesto mi forma de vida hasta entonces, iba a quedar atrás permaneciendo solamente en mi memoria. Y comprendí que cerraba una etapa, que hasta allí había llegado mi niñez. Perdería mis amigos actuales, se habían terminado para mí las carreras en bicicletas,  los partidos de volley en el campito, las hamacas entre dos árboles en aquel fondo enorme que teníamos, y otras tantas cosas que deleitaban mi vida. Estaba por ser una señorita y como tal debía vivir. Tampoco vería más el camión que traía la verdura, ni al heladero que pasaba gritando a primera hora de la tarde. Y la playa… ¡ay la playa! quedaría muy lejos. Quién sabe si iríamos algún fin de semana…
Cuando me llevaron a conocer el apartamento, Mercedes y Andes, esquina, haciendo cruz con el SODRE,  empezaron a cambiar bastante mis ideas. No era que yo no conociera el Centro, nada de eso, iba poco, a veces acompañando a mi mamá de compras o concurriendo a algún cumpleaños familiar. Pero encontrarme asomada a un enorme ventanal del primer piso fue como entrar a un mundo nuevo. Para dónde mirara un enorme tráfico circulaba. Hacia abajo lucían un negocio pegado al otro, luces, ruido. Era todo tan nuevo y distinto. En Malvín sólo veía el campito de jugar y alguna que otra casa donde vivían mis amigos. Y por las noches, los bichitos de luz iluminando la oscuridad. Allí, los luminosos de colores oscilantes alumbraban compitiendo entre ellos. Por las noches y sobre todo los fines de semana veía como llegaban al SODRE las parejas, ellas con sus abrigos de pieles, elegantísimas, y los hombres, con sus infaltables trajes, camisas y corbatas. Vivía rodeada por una cacofonía estridente de ruidos, que pronto se me hicieron familiares. Solo me molestaba tener una sub estación de UTE pegada a mi dormitorio, que no dejaba de trasmitir, como si fuera en clave morse, su martilleo entrecortado y misterioso todo el día. Quizás eran telegramas, o llamadas telefónicas, nunca supe, pero me fastidiaban el sueño nocturno. Sin darme cuenta, de a poco, me fue ganando la novelería generada por el olor a madera de los muebles nuevos y de las telas de sillones, cortinas y demás que mamá había elegido. ¡Todo olía a nuevo, a diferente! Teníamos calefacción, mientras que en la casona de Malvín la salamandra había que tenerla cargada el día entero con leña. Mi dormitorio color rosa, lleno de placares que suplían el viejo ropero de antes. Algunas veces, sentía que estaba traicionando a mi querido barrio, pero desechaba la idea, yo no había pedido mudarme. Entonces intentaba imaginar mil historias sobre esas personas anónimas, que iban y venían, y recorrían las veredas llamando un taxi o entrando en un café o negocio cualquiera. Sí, me divertía bastante haciendo funcionar mi fértil imaginación, con lo que veía  suceder abajo mío. Sentía el taconeo de la vecina del segundo piso sobre la cabeza a horas insólitas e igualmente arrastrando muebles ¿Qué haría a aquellas horas con los muebles? Nunca pude averiguarlo. Porque nunca llegué a conocerla. Comprendí entonces que así era la vida en un apartamento, de los cuales había cientos alrededor del nuestro con chimeneas que, si miraba al cielo, solo veía humo negro de los quemadores. Ese era el centro de la ciudad, la gente vivía sin jardines, ni fondos, se tocaba el portero eléctrico para que la puerta se abriera sola, y además había un señor cuidando que no entrara nadie desconocido. Venía a sustituir los perros guardianes de Malvín, creo. Con el tiempo le fui tomando el gusto al nuevo barrio y me fui acostumbrando a su forma diferente de vida. Me familiaricé con los semáforos, el ruido del tránsito, tener todo al alcance de la mano. Un par de años después estrené mis primeros taquitos, y formalmente inicié mi estado de adolescencia. Cuando llegaba el Carnaval, a solo dos cuadras, estaba 18 de Julio, íbamos por los mejores sitios, o en las fiestas patrias presenciábamos los desfiles militares.
Allí el movimiento era mayor, por ser esa Avenida la más importante del Centro. Los trolley buses y ómnibus, más decenas de autos hacían sonar sus bocinas al transitarla. Mirar vidrieras era mi especialidad, del brazo de mamá recorríamos Angenscheidt o Casa Soler, y la Madrileña entre otras muchas. También me encantaba ir a comer pizza a Los tronquitos en Rio Branco y Colonia y sentarme frente a los barriles de cerveza que oficiaban de mesas. De vez en cuando me asaltaba el recuerdo de Malvín, que ya empezaba a disolverse, entre tanta comodidad y entretenimiento. Ya estaba adaptada a lo nuevo, a lo más moderno, a las reuniones a tomar el té en la Vascongada, o Caubarrere. Mujer al fin miraba durante horas las vidrieras, ávida lectora, recorría las librerías buscando novedades, cruzaba la Pza. Independencia y me sentaba a ver a los turistas sacarse fotos, con el fotógrafo que siempre estaba allí, igual que las palomas y las palmeras.

Muchas cosas han cambiado desde entonces. Infinidad de ellas. Pero el recuerdo permanece intacto. Llegué a querer ese barrio céntrico tanto como había querido aquel otro en que nací. Y hoy, después de más de cincuenta años, conservo íntegras, las vivencias de ambos. En cada uno cumplí una etapa. Primero fue el Malvín de los juegos, y más tarde, en el céntrico, aprendí a ser una mujer.

Las veredas del Cordón (III)

por Florencia Gainza 

El Cordón es testigo y escenario de  acontecimientos de la ciudad, y desde el cuarto piso de aquella esquina disfruté varios, que recuerdo como especiales.
 La visita del  Charles De Gaulle a Uruguay, saludando desde un descapotable, a marcha lenta, a todos los presentes. Alto, derecho, imperturbable, con su mano alzada, un mediodía que caía una cortina espesa de lluvia. La imagen de los paraguas abiertos de todos colores, y una multitud que vitoreaba y saludaba al General, fue una mezcla de emociones con colorido, patriotismo y valor.
Vi cada año las procesiones con Monseñor Barbieri bajo el palio rojo, la Eucaristía y toda la plana mayor del clero. Detrás cientos de religiosas, novicias, diferentes órdenes sacerdotales, niños uniformados, católicos de todas las edades, cantando o rezando el rosario.
18 de Julio cambiaba radicalmente de sonido y sentimiento según sus participantes y el motivo. Las manifestaciones fueron cambiando y creciendo según se agudizaron los conflictos.
En aquellos años, cada 21 de setiembre, se realizaba la fiesta universitaria de la Primavera, que iba de Bulevar Artigas a El Gaucho. Todas las Facultades salían, con sus túnicas blancas los de ciencias, y los otros con lo que se le ocurriese, teniendo como tema las flores y la fiesta. La de Agronomía llevaba tractores y caballos; eran divertidos, transgresores, bulliciosos, y fiesteros. Reivindicaban solo su derecho a reír, cantar y bailar.
 Los obreros salían a la calle el 1° de Mayo con la CGT; se recordaba a Sacco y Vanzetti y el reclamo por el derecho de los trabajadores. Manifestaciones a favor de la Revolución en Cuba con estudiantes convencidos y  unidos. Los festejos del Partido Blanco o Partido Nacional cuando ganaron el entonces Consejo Nacional de Gobierno, luego de 12 años de gobernar el Partido Colorado, eufóricos y revanchistas. La manifestación defendiendo la huelga de los bancarios, cuando una huelga de hambre en la Parroquia del Cordón congregó a cientos de militantes solidarios que terminaron enfervorecidos y famélicos. La de los estudiantes contra el imperio yanqui, la de Liber Arce con manifestantes enojados y tristes. La llegada de los Cañeros a Montevideo, indignados y respetados por muchos pero no por la policía. Y ya por el 69 ó 70 la multitudinaria del Frente Amplio, un inolvidable 26 de marzo, todos ilusionados y contestatarios.
 Alegrías, tristezas, enfado e indignación, enfrentamientos, gases lacrimógenos, policía montada, palos, tachuelas y perdigones para que resbalaran los caballos, barricadas y cócteles molotov...  allí se podían  ver, oler, escuchar, compartir, o rechazar, todas las ideologías, creencias, y convicciones. Casi todo estaba sobre ese asfalto, excepto las glorias del futbol, que se desarrollaban desde Bulevar Artigas hasta los Bomberos, más o menos.
Luego de dar la vuelta a la manzana y haber intentado encontrarme casualmente con el muchachito de Colonia y Olimar, vuelvo a casa con Wendy, ella satisfecha, yo no, otra vez será....
Guardaré en el arcón de la nostalgia,  aquella esquina que fue para mí una escuela de civismo,  justicia, y politización. Encuentros y euforia, desencantos  y temores, que me ayudaron a descubrir y querer a un pueblo que sabe expresar sus sentimientos hombro con hombro, conoce derrotas y glorias, que se sabe libre y protagonista de su historia.

Recuerdos desde Sitges (Cataluña - España)