viernes, 27 de febrero de 2015

El otro barrio

por María Amelia Carámbula

Ni que hablar que el cambio me disgustaba. Más aún, me apenaba muchísimo. Pero no era una época en que los padres, les pidieran opinión a sus hijos para tomar decisiones. Se acataba y punto.
Estoy hablando del año 1963, y es curioso poder evocar después de tantos años, las circunstancias que nos despertaron sentimientos adversos en otro tiempo. Yo dejé mi barrio, mi querido Malvín, llorando a mares y con el corazón  apretado. Allí había nacido y vivido hasta aquel día. Ese día en que llegó papá con la noticia de que había comprado un apartamento en el Centro, sitio al cual nos mudaríamos al mes siguiente. Él ya había tomado la decisión y así se harían las cosas.
Todo lo que había compuesto mi forma de vida hasta entonces, iba a quedar atrás permaneciendo solamente en mi memoria. Y comprendí que cerraba una etapa, que hasta allí había llegado mi niñez. Perdería mis amigos actuales, se habían terminado para mí las carreras en bicicletas,  los partidos de volley en el campito, las hamacas entre dos árboles en aquel fondo enorme que teníamos, y otras tantas cosas que deleitaban mi vida. Estaba por ser una señorita y como tal debía vivir. Tampoco vería más el camión que traía la verdura, ni al heladero que pasaba gritando a primera hora de la tarde. Y la playa… ¡ay la playa! quedaría muy lejos. Quién sabe si iríamos algún fin de semana…
Cuando me llevaron a conocer el apartamento, Mercedes y Andes, esquina, haciendo cruz con el SODRE,  empezaron a cambiar bastante mis ideas. No era que yo no conociera el Centro, nada de eso, iba poco, a veces acompañando a mi mamá de compras o concurriendo a algún cumpleaños familiar. Pero encontrarme asomada a un enorme ventanal del primer piso fue como entrar a un mundo nuevo. Para dónde mirara un enorme tráfico circulaba. Hacia abajo lucían un negocio pegado al otro, luces, ruido. Era todo tan nuevo y distinto. En Malvín sólo veía el campito de jugar y alguna que otra casa donde vivían mis amigos. Y por las noches, los bichitos de luz iluminando la oscuridad. Allí, los luminosos de colores oscilantes alumbraban compitiendo entre ellos. Por las noches y sobre todo los fines de semana veía como llegaban al SODRE las parejas, ellas con sus abrigos de pieles, elegantísimas, y los hombres, con sus infaltables trajes, camisas y corbatas. Vivía rodeada por una cacofonía estridente de ruidos, que pronto se me hicieron familiares. Solo me molestaba tener una sub estación de UTE pegada a mi dormitorio, que no dejaba de trasmitir, como si fuera en clave morse, su martilleo entrecortado y misterioso todo el día. Quizás eran telegramas, o llamadas telefónicas, nunca supe, pero me fastidiaban el sueño nocturno. Sin darme cuenta, de a poco, me fue ganando la novelería generada por el olor a madera de los muebles nuevos y de las telas de sillones, cortinas y demás que mamá había elegido. ¡Todo olía a nuevo, a diferente! Teníamos calefacción, mientras que en la casona de Malvín la salamandra había que tenerla cargada el día entero con leña. Mi dormitorio color rosa, lleno de placares que suplían el viejo ropero de antes. Algunas veces, sentía que estaba traicionando a mi querido barrio, pero desechaba la idea, yo no había pedido mudarme. Entonces intentaba imaginar mil historias sobre esas personas anónimas, que iban y venían, y recorrían las veredas llamando un taxi o entrando en un café o negocio cualquiera. Sí, me divertía bastante haciendo funcionar mi fértil imaginación, con lo que veía  suceder abajo mío. Sentía el taconeo de la vecina del segundo piso sobre la cabeza a horas insólitas e igualmente arrastrando muebles ¿Qué haría a aquellas horas con los muebles? Nunca pude averiguarlo. Porque nunca llegué a conocerla. Comprendí entonces que así era la vida en un apartamento, de los cuales había cientos alrededor del nuestro con chimeneas que, si miraba al cielo, solo veía humo negro de los quemadores. Ese era el centro de la ciudad, la gente vivía sin jardines, ni fondos, se tocaba el portero eléctrico para que la puerta se abriera sola, y además había un señor cuidando que no entrara nadie desconocido. Venía a sustituir los perros guardianes de Malvín, creo. Con el tiempo le fui tomando el gusto al nuevo barrio y me fui acostumbrando a su forma diferente de vida. Me familiaricé con los semáforos, el ruido del tránsito, tener todo al alcance de la mano. Un par de años después estrené mis primeros taquitos, y formalmente inicié mi estado de adolescencia. Cuando llegaba el Carnaval, a solo dos cuadras, estaba 18 de Julio, íbamos por los mejores sitios, o en las fiestas patrias presenciábamos los desfiles militares.
Allí el movimiento era mayor, por ser esa Avenida la más importante del Centro. Los trolley buses y ómnibus, más decenas de autos hacían sonar sus bocinas al transitarla. Mirar vidrieras era mi especialidad, del brazo de mamá recorríamos Angenscheidt o Casa Soler, y la Madrileña entre otras muchas. También me encantaba ir a comer pizza a Los tronquitos en Rio Branco y Colonia y sentarme frente a los barriles de cerveza que oficiaban de mesas. De vez en cuando me asaltaba el recuerdo de Malvín, que ya empezaba a disolverse, entre tanta comodidad y entretenimiento. Ya estaba adaptada a lo nuevo, a lo más moderno, a las reuniones a tomar el té en la Vascongada, o Caubarrere. Mujer al fin miraba durante horas las vidrieras, ávida lectora, recorría las librerías buscando novedades, cruzaba la Pza. Independencia y me sentaba a ver a los turistas sacarse fotos, con el fotógrafo que siempre estaba allí, igual que las palomas y las palmeras.

Muchas cosas han cambiado desde entonces. Infinidad de ellas. Pero el recuerdo permanece intacto. Llegué a querer ese barrio céntrico tanto como había querido aquel otro en que nací. Y hoy, después de más de cincuenta años, conservo íntegras, las vivencias de ambos. En cada uno cumplí una etapa. Primero fue el Malvín de los juegos, y más tarde, en el céntrico, aprendí a ser una mujer.

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