lunes, 7 de septiembre de 2015

"DE MATOS RODRIGUEZ, LA CUMPARSITA" (II) 

          Derechos cedidos por su autora Rosario Infantozzi


 UN SUSTO FENOMENAL




En la madrugada del 19 de abril, fecha patria y varios días antes de la fecha anunciada para el estreno, yo venía en un tranvía 35. Llegué a la esquina de 18 de Julio y Andes, que estaba toda engalanada con banderas de la patria, y me dirigí a La Giralda, como lo hacía todas las noches, mientras escuchaba la música que salía del local, lleno de humo y de hombres de traje oscuro y rancho de paja. De pronto me detuve, emocionado. ¿Sería el tango que estaba escuchando el mío? No podía ser, no todavía. Sin embargo, ya próximo a la entrada del local por 18 de Julio no tuve dudas, era La Cumparsita. No supe qué hacer y me asusté, me asusté de verdad. Fue tan grande la emoción o el miedo, que no me animé a entrar. Vacilé, di vueltas y cuando noté que la orquesta había finalizado la ejecución y todo el mundo aplaudía y gritaba ¡bis!, entré al café por la puerta de la pasiva. Me pareció que si lo hacía por la puerta principal, a la vista de todos, los muchachos de la Federación me iban a aplaudir y a gritar. Por suerte esa noche, a esa hora y por el sitio donde entré, no me tropecé con ninguno de los que sabían que yo era el autor y sí con otros amigos. Al acercarme a una de las mesas, uno me preguntó si había escuchado el nuevo tango que había tocado Firpo y si me había gustado tanto como a ellos. Evidentemente no sabían que era mío y yo aproveché ese desconocimiento para reírme un poco y aflojar los nervios. Me hice silbar el tango varias veces con la excusa de que no lo conocía, hasta que, al rato, se acercó a la mesa uno de los de la barra de la Federación y… bueno, quedé al descubierto. —¡Felicitaciones por el éxito! Y ahora, ¿qué vas a hacer? —¿Cómo qué voy a hacer? Ya está, ya lo estrenaron, ¿qué se supone que tengo que hacer? —¿Cómo que ya está? ¿Estás loco? Te dije que si Firpo te lo estrenaba podías hacer mucha plata con este tango, ¿te acordás? ¿Tenés idea de cuánto pagan las editoriales argentinas por un tango? No le contesté, pero me quedé pensando. Esa noche hubo varios bises y –en total– los acordes de La Cumparsita se escucharon durante más de media hora. 

miércoles, 26 de agosto de 2015

“DE MATOS RODRÍGUEZ, LA CUMPARSITA”
       Derechos cedidos por su autora Rosario Infantozzi.

Matos Rodríguez nació en Constituyente entre Minas y Magallanes y "La Cumparsita" se estrenó en La Giralda, confitería demolida para construir el Palacio Salvo.
Transcribimos unas páginas del libro escrito por Rosario Infantozzi sobre su tío, el célebre compositor de "La Cumparsita" 

Verano de 1917
…………………..
Restablecida la calma y adelantados los preparativos para la comparsa, dejé a un lado la timidez, me animé, me senté frente al piano y les toqué a los muchachos el tango que me había ayudado a escribir Becha.  Al principio nadie me dio bolilla, después se fue haciendo un silencio impresionante. Recuerdo que, al terminar el último acorde, unos aplaudieron con las manos y otros lo hicieron golpeando los cajones de bencina. —¿Y ese tango? ¿De dónde lo sacaste? —preguntó uno. —¿Les gustó? —pregunté yo, a mi vez. —Es un tango bárbaro —intervino otro. —Es el de la vez pasada ¿no? —agregó un tercero, con buena memoria— cuando lo tocaste dijiste que era de un amigo. ¿De qué amigo? Hay que felicitarlo. —Firpo ya está ensayando en La Giralda ¿Por qué no le decimos a tu amigo que se lo lleve? Capaz que se lo estrena y se hace famoso. —¿Tan bueno les parece? —volví a preguntar. —A mí me parece que a Firpo le va a gustar. —¿De veras les gustó? —insistí. —Sí, hombre, sí. Nos gustó, nos gustó mucho. ¿Qué te pasa? —Bueno, entonces se los voy a confesar… este tango es mío.

EL BAUTISMO
Ahora que nació, tenemos que bautizar a la criatura —sentenció Introini, una vez pasada la primera impresión. —Así se la llevamos a Firpo y capaz que nos la estrena —decidió el que tenía un amigo que era amigo de Firpo. Me gustó mucho aquel “nos la estrena” porque yo ya había descubierto que esta cosa de componer, si bien es loca y maravillosa, es también un oficio solitario y duro porque uno está solo frente al misterio y porque hay que tener el alma desnuda para poder sentir. Aquel “nos” lo recibí como una frazadita que me abrigaba el alma. —Y te digo una cosa —agregó— si Firpo te lo estrena, te aseguro que vas a poder hacer plata con este tango. Resuelto el punto, cada quien hizo generosamente su aporte para el título. Se barajaron muchos nombres, pero prevaleció uno, el mismo que ya campeaba en el estandarte con el que la comparsa iba a salir en Carnaval y con el que todos nos sentíamos identificados: La Cumparsita. ¿Por qué? Tenía que ser así… ¿acaso no éramos nosotros?
   

Como yo no me decidía a ir solo, dos de los muchachos me acompañaron a ver a Roberto Firpo, el famoso músico argentino que había venido a Montevideo para actuar en el café La Giralda, que se encontraba donde hoy se levanta, majestuoso, el Palacio Salvo. Era de tarde y el local estaba vacío. Un mozo lavaba el piso, otro secaba vasos detrás del mostrador, en mangas de camisa los dos y con delantales blancos largos hasta los tobillos. En un estrado, ensayaba el cuarteto compuesto por el propio Firpo y por David ‘Tito’ Rocatagliata, Agesilao Ferrazzano y Juan Bautista ‘Bachicha’ Deambroggio. En vista de que yo no me atrevía a hablar, uno de los muchachos se acercó a Firpo y, después de parlarle un rato, le entregó lo que, para mí, era una obra maestra de la escritura musical. Firpo se acercó al piano, se sentó, puso el cuaderno en el atril, intentó tocar lo que había escrito Becha pero no le pegó una. —¿Quién escribió esto? —preguntó, con un cierto desdén. —La hermana de Matos —contestó mi amigo y me señaló— él no sabe música. —Pero sabrá tocar —Firpo me miró de arriba a abajo— ¿o no? Me acerqué y dije que sí con la cabeza porque no me salían las palabras. Tenía unas ganas locas de arrebatarle el cuaderno y salir corriendo, experimentando por primera vez la sensación agónica de poner a consideración de la crítica la criatura a la que le había dado vida con tanta ilusión. Firpo se levantó de la banqueta y me hizo señas de que me sentara. —Esto no lo entiende nadie, botija. Sentate y tocalo vos. Nunca me gustó tocar en público pero no tuve más remedio. Ya con los primeros acordes, no más, los demás músicos y los mozos dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron al piano, para escuchar mejor. Al terminar, todos aplaudieron con ganas.

—Me gusta, tiene gancho —dijo Firpo, buen clínico y conocedor de lo que había llegado a sus manos— lo vamos a ensayar y te lo voy a estrenar pero, para que la orquesta pueda tocarlo, antes hay que pasarlo en limpio y hacerle algunos arreglitos. Así no se entiende nada y le podríamos agregar… —No quiero que le agregue nada —lo atajé, con brusquedad y sacando coraje no sé de dónde— a mí me gusta así como está. —¡Qué carácter tiene el mocoso! —se rio Firpo—. Está bien, está bien, era por hacerte un favor. Para que veas que no me ofendí, hasta te ofrezco firmar la partitura como si el tango fuera de los dos… —y al ver mi cara de asombro, agregó—: así te doy una mano, como sos tan nuevito, a vos no te conoce nadie… ¡Oh, videncia del Pato Pekín!, como cariñosamente me apodaban mis amigos en aquel tiempo: no entré por el aro y rehusé la colaboración y, por lo tanto, el injerto del nombre de Firpo en mi primera obra musical.

lunes, 18 de mayo de 2015

Recuerdos carnavaleros

Carnaval

por Ana María Chiara (desde Santiago de Chile)


Cuando nos mudamos a la calle Médanos (ahora Barrios Amorín), era verano. Nuestra casa quedaba al lado de la Clínica y del Sanatorio Uruguay donde trabajaba papá como médico. Con mis hermanas estábamos contentas con la casa porque teníamos más espacio para jugar que en el apartamento de Gaboto, pero, no conocíamos a nadie en el barrio.

Llegando Febrero estábamos noveleras con el disfraz que usaríamos en el Carnaval. Mamá nos confeccionó unos trajes maravillosos, llenos de brillos y colores. El de mi hermana era de holandesa y el mío de bailarina rusa con tiara de flores. A la vez que nosotras estábamos felices, mi hermana menor se enfermó y tenía fiebre. Nada explicaba su malestar hasta que mamá adivinó que también ansiaba un disfraz. Rápidamente cosió unas telas y apareció una radiante Caperucita Roja ya sin fiebre. Para estrenar nuestros atuendos salimos esa tardecita a la puerta de calle y nos encontramos con que, en la vereda de enfrente, había dos nenas también disfrazadas. Nos miramos tímidamente y nos hicimos la pregunta de rigor: “¿De qué estás disfrazada?” De ahí en adelante se transformaron en nuestras mejores amigas hasta hoy: Miriam y Susy.

Mis abuelos vivían en un apartamento en 18 de Julio, frente a la Universidad. Esa noche iba a pasar el Corso por la calle principal. Era un desfile de murgas y tamboriles acompañados de los carros alegóricos y los infaltables cabezudos que hacían la delicia de los chicos. Mi abuelo bajaba en la tarde, cuando se colocaban las sillas al borde de la calle,  alquilaba unas cuantas para toda la familia y se quedaba sentado cuidándolas y aprovechando a disfrutar del entorno. Cuando llegábamos nosotras muy exaltadas, él se reía con ternura haciendo mover su barriga acompasadamente. Ahí nos compraba papelitos y serpentinas que tirábamos al viento con alegría. Pasábamos una tarde muy divertida compartiendo con otros niños disfrazados y tirándonos papelitos. En el momento que pasaban los cabezudos, sentíamos una mezcla de risa y de susto en la panza, cuando acercaban sus cabezotas hasta tocar las nuestras.  Retornando a casa, nos quedábamos dormidas en el auto, de tan cansadas que íbamos. Mamá era quien nos sacaba los disfraces entre bostezos y sonrisas para meternos en la cama y seguir soñando con candilejas. Eran noches muy especiales que como niños gozamos y que dejaron una huella indeleble en nuestro recuerdo. 

sábado, 18 de abril de 2015

Una vuelta por el colegio

por Ana María Chiara (desde Santiago de Chile)

     Siempre nos juntábamos en la esquina de Mercedes y Barrios Amorín para tomar el trolley 62, Pocitos, que nos llevaba al liceo. A veces raudo y otras no tanto, lo que nos desesperaba a mí, a mis hermanas y a una amiga, por miedo a llegar tarde.

      Mi colegio era el Santo Domingo, las Domínicas de Rivera, solo de niñas. Pasábamos una portería y enseguida se abría un patio lleno de sol y cargado con la risa de tantos recreos. Subíamos corriendo las escaleras no sin antes echar una mirada a nuestro uniforme azul y zapatos lustrados, sin olvidar la vincha obligatoria sentenciada a contener nuestros rebeldes cabellos. Era el tiempo del pelo batido y ésta ponía un veto al peinado. Tampoco podíamos ir maquilladas así que nos quedábamos con las ganas de probar el delineador líquido que hacía furor en ese entonces. Parecíamos muy serias pero en el fondo nos reíamos mucho y lo pasábamos regio.


    Como norma, teníamos que respetar nuestro uniforme y eso incluía no juntarnos con chicos en la salida. Mi hermana mayor tenía un noviecito que vivía cerquita, por Bulevar Artigas. Lo había conocido en una Kermesse del Sagrada Familia. Nos encantaban estas reuniones de los colegios,  muy típicas de la época, donde aprovechábamos a ver chicos y mandarnos esquelas y telegramas. Recuerdo un día, cuando salimos del colegio a las 12 y 20, mi hermana me dice que la acompañe, que se iba a juntar con él a unas cuadras por detrás del colegio. Yo, muy apegada a las normas, no quería ir por nada pero tampoco podía llegar a casa sola. Allá fuimos con el corazón latiéndonos de miedo. Mirábamos para todos lados viendo fantasmas por doquier, camionetas rojas como la de papá o la Combi del colegio. De repente todo se hace realidad, la hermana Sor Saint Gilles manejando la camioneta del colegio! Fue un desparramo! Cada uno corrió para un lado y tratamos de escondernos tras unos árboles. Gracias a Dios, el vehículo pasó de largo, pero el susto fue inmenso. Le dije a mi hermana “¡Nunca más!” Hoy es solo una anécdota.