lunes, 18 de mayo de 2015

Recuerdos carnavaleros

Carnaval

por Ana María Chiara (desde Santiago de Chile)


Cuando nos mudamos a la calle Médanos (ahora Barrios Amorín), era verano. Nuestra casa quedaba al lado de la Clínica y del Sanatorio Uruguay donde trabajaba papá como médico. Con mis hermanas estábamos contentas con la casa porque teníamos más espacio para jugar que en el apartamento de Gaboto, pero, no conocíamos a nadie en el barrio.

Llegando Febrero estábamos noveleras con el disfraz que usaríamos en el Carnaval. Mamá nos confeccionó unos trajes maravillosos, llenos de brillos y colores. El de mi hermana era de holandesa y el mío de bailarina rusa con tiara de flores. A la vez que nosotras estábamos felices, mi hermana menor se enfermó y tenía fiebre. Nada explicaba su malestar hasta que mamá adivinó que también ansiaba un disfraz. Rápidamente cosió unas telas y apareció una radiante Caperucita Roja ya sin fiebre. Para estrenar nuestros atuendos salimos esa tardecita a la puerta de calle y nos encontramos con que, en la vereda de enfrente, había dos nenas también disfrazadas. Nos miramos tímidamente y nos hicimos la pregunta de rigor: “¿De qué estás disfrazada?” De ahí en adelante se transformaron en nuestras mejores amigas hasta hoy: Miriam y Susy.

Mis abuelos vivían en un apartamento en 18 de Julio, frente a la Universidad. Esa noche iba a pasar el Corso por la calle principal. Era un desfile de murgas y tamboriles acompañados de los carros alegóricos y los infaltables cabezudos que hacían la delicia de los chicos. Mi abuelo bajaba en la tarde, cuando se colocaban las sillas al borde de la calle,  alquilaba unas cuantas para toda la familia y se quedaba sentado cuidándolas y aprovechando a disfrutar del entorno. Cuando llegábamos nosotras muy exaltadas, él se reía con ternura haciendo mover su barriga acompasadamente. Ahí nos compraba papelitos y serpentinas que tirábamos al viento con alegría. Pasábamos una tarde muy divertida compartiendo con otros niños disfrazados y tirándonos papelitos. En el momento que pasaban los cabezudos, sentíamos una mezcla de risa y de susto en la panza, cuando acercaban sus cabezotas hasta tocar las nuestras.  Retornando a casa, nos quedábamos dormidas en el auto, de tan cansadas que íbamos. Mamá era quien nos sacaba los disfraces entre bostezos y sonrisas para meternos en la cama y seguir soñando con candilejas. Eran noches muy especiales que como niños gozamos y que dejaron una huella indeleble en nuestro recuerdo. 

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