El otro barrio
por María Amelia Carámbula
Ni que hablar que el cambio me disgustaba. Más aún,
me apenaba muchísimo. Pero no era una época en que los padres, les pidieran
opinión a sus hijos para tomar decisiones. Se acataba y punto.
Estoy hablando del año 1963, y es curioso poder
evocar después de tantos años, las circunstancias que nos despertaron
sentimientos adversos en otro tiempo. Yo dejé mi barrio, mi querido Malvín,
llorando a mares y con el corazón
apretado. Allí había nacido y vivido hasta aquel día. Ese día en que
llegó papá con la noticia de que había comprado un apartamento en el Centro,
sitio al cual nos mudaríamos al mes siguiente. Él ya había tomado la decisión y
así se harían las cosas.
Todo lo que había compuesto mi forma de vida hasta
entonces, iba a quedar atrás permaneciendo solamente en mi memoria. Y comprendí
que cerraba una etapa, que hasta allí había llegado mi niñez. Perdería mis
amigos actuales, se habían terminado para mí las carreras en bicicletas, los partidos de volley en el campito, las
hamacas entre dos árboles en aquel fondo enorme que teníamos, y otras tantas
cosas que deleitaban mi vida. Estaba por ser una señorita y como tal debía
vivir. Tampoco vería más el camión que traía la verdura, ni al heladero que
pasaba gritando a primera hora de la tarde. Y la playa… ¡ay la playa! quedaría
muy lejos. Quién sabe si iríamos algún fin de semana…
Cuando me llevaron a conocer el apartamento,
Mercedes y Andes, esquina, haciendo cruz con el SODRE, empezaron a cambiar bastante mis ideas. No era
que yo no conociera el Centro, nada de eso, iba poco, a veces acompañando a mi
mamá de compras o concurriendo a algún cumpleaños familiar. Pero encontrarme
asomada a un enorme ventanal del primer piso fue como entrar a un mundo nuevo.
Para dónde mirara un enorme tráfico circulaba. Hacia abajo lucían un negocio
pegado al otro, luces, ruido. Era todo tan nuevo y distinto. En Malvín sólo
veía el campito de jugar y alguna que otra casa donde vivían mis amigos. Y por
las noches, los bichitos de luz iluminando la oscuridad. Allí, los luminosos de
colores oscilantes alumbraban compitiendo entre ellos. Por las noches y sobre
todo los fines de semana veía como llegaban al SODRE las parejas, ellas con sus
abrigos de pieles, elegantísimas, y los hombres, con sus infaltables trajes,
camisas y corbatas. Vivía rodeada por una cacofonía estridente de ruidos, que
pronto se me hicieron familiares. Solo me molestaba tener una sub estación de
UTE pegada a mi dormitorio, que no dejaba de trasmitir, como si fuera en clave
morse, su martilleo entrecortado y misterioso todo el día. Quizás eran
telegramas, o llamadas telefónicas, nunca supe, pero me fastidiaban el sueño
nocturno. Sin darme cuenta, de a poco, me fue ganando la novelería generada por
el olor a madera de los muebles nuevos y de las telas de sillones, cortinas y
demás que mamá había elegido. ¡Todo olía a nuevo, a diferente! Teníamos
calefacción, mientras que en la casona de Malvín la salamandra había que
tenerla cargada el día entero con leña. Mi dormitorio color rosa, lleno de
placares que suplían el viejo ropero de antes. Algunas veces, sentía que estaba
traicionando a mi querido barrio, pero desechaba la idea, yo no había pedido
mudarme. Entonces intentaba imaginar mil historias sobre esas personas
anónimas, que iban y venían, y recorrían las veredas llamando un taxi o
entrando en un café o negocio cualquiera. Sí, me divertía bastante haciendo
funcionar mi fértil imaginación, con lo que veía suceder abajo mío. Sentía el taconeo de la
vecina del segundo piso sobre la cabeza a horas insólitas e igualmente
arrastrando muebles ¿Qué haría a aquellas horas con los muebles? Nunca pude
averiguarlo. Porque nunca llegué a conocerla. Comprendí entonces que así era la
vida en un apartamento, de los cuales había cientos alrededor del nuestro con
chimeneas que, si miraba al cielo, solo veía humo negro de los quemadores. Ese
era el centro de la ciudad, la gente vivía sin jardines, ni fondos, se tocaba
el portero eléctrico para que la puerta se abriera sola, y además había un
señor cuidando que no entrara nadie desconocido. Venía a sustituir los perros
guardianes de Malvín, creo. Con el tiempo le fui tomando el gusto al nuevo
barrio y me fui acostumbrando a su forma diferente de vida. Me familiaricé con
los semáforos, el ruido del tránsito, tener todo al alcance de la mano. Un par
de años después estrené mis primeros taquitos, y formalmente inicié mi estado
de adolescencia. Cuando llegaba el Carnaval, a solo dos cuadras, estaba 18 de
Julio, íbamos por los mejores sitios, o en las fiestas patrias presenciábamos
los desfiles militares.
Allí el movimiento era mayor, por ser esa Avenida la
más importante del Centro. Los trolley buses y ómnibus, más decenas de autos
hacían sonar sus bocinas al transitarla. Mirar vidrieras era mi especialidad,
del brazo de mamá recorríamos Angenscheidt o Casa Soler, y la Madrileña entre
otras muchas. También me encantaba ir a comer pizza a Los tronquitos en Rio
Branco y Colonia y sentarme frente a los barriles de cerveza que oficiaban de
mesas. De vez en cuando me asaltaba el recuerdo de Malvín, que ya empezaba a
disolverse, entre tanta comodidad y entretenimiento. Ya estaba adaptada a lo
nuevo, a lo más moderno, a las reuniones a tomar el té en la Vascongada, o
Caubarrere. Mujer al fin miraba durante horas las vidrieras, ávida lectora,
recorría las librerías buscando novedades, cruzaba la Pza. Independencia y me
sentaba a ver a los turistas sacarse fotos, con el fotógrafo que siempre estaba
allí, igual que las palomas y las palmeras.
Muchas cosas han cambiado desde entonces. Infinidad
de ellas. Pero el recuerdo permanece intacto. Llegué a querer ese barrio
céntrico tanto como había querido aquel otro en que nací. Y hoy, después de más
de cincuenta años, conservo íntegras, las vivencias de ambos. En cada uno cumplí
una etapa. Primero fue el Malvín de los juegos, y más tarde, en el céntrico, aprendí a ser una mujer.