Carnaval
por Ana María Chiara (desde Santiago de Chile)
Cuando nos mudamos a la calle Médanos (ahora
Barrios Amorín), era verano. Nuestra casa quedaba al lado de la Clínica y del
Sanatorio Uruguay donde trabajaba papá como médico. Con mis hermanas estábamos contentas
con la casa porque teníamos más espacio para jugar que en el apartamento de
Gaboto, pero, no conocíamos a nadie en el barrio.
Mis abuelos vivían en un apartamento en 18 de Julio, frente a la
Universidad. Esa noche iba a pasar el Corso por la calle principal. Era un
desfile de murgas y tamboriles acompañados de los carros alegóricos y los
infaltables cabezudos que hacían la delicia de los chicos. Mi abuelo bajaba en
la tarde, cuando se colocaban las sillas al borde de la calle, alquilaba unas cuantas para toda la familia y
se quedaba sentado cuidándolas y aprovechando a disfrutar del entorno. Cuando
llegábamos nosotras muy exaltadas, él se reía con ternura haciendo mover su
barriga acompasadamente. Ahí nos compraba papelitos y serpentinas que tirábamos
al viento con alegría. Pasábamos una tarde muy divertida compartiendo con otros
niños disfrazados y tirándonos papelitos. En el momento que pasaban los
cabezudos, sentíamos una mezcla de risa y de susto en la panza, cuando
acercaban sus cabezotas hasta tocar las nuestras. Retornando a casa, nos quedábamos dormidas en
el auto, de tan cansadas que íbamos. Mamá era quien nos sacaba los disfraces
entre bostezos y sonrisas para meternos en la cama y seguir soñando con
candilejas. Eran noches muy especiales que como niños gozamos y que dejaron una
huella indeleble en nuestro recuerdo.