miércoles, 26 de agosto de 2015

“DE MATOS RODRÍGUEZ, LA CUMPARSITA”
       Derechos cedidos por su autora Rosario Infantozzi.

Matos Rodríguez nació en Constituyente entre Minas y Magallanes y "La Cumparsita" se estrenó en La Giralda, confitería demolida para construir el Palacio Salvo.
Transcribimos unas páginas del libro escrito por Rosario Infantozzi sobre su tío, el célebre compositor de "La Cumparsita" 

Verano de 1917
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Restablecida la calma y adelantados los preparativos para la comparsa, dejé a un lado la timidez, me animé, me senté frente al piano y les toqué a los muchachos el tango que me había ayudado a escribir Becha.  Al principio nadie me dio bolilla, después se fue haciendo un silencio impresionante. Recuerdo que, al terminar el último acorde, unos aplaudieron con las manos y otros lo hicieron golpeando los cajones de bencina. —¿Y ese tango? ¿De dónde lo sacaste? —preguntó uno. —¿Les gustó? —pregunté yo, a mi vez. —Es un tango bárbaro —intervino otro. —Es el de la vez pasada ¿no? —agregó un tercero, con buena memoria— cuando lo tocaste dijiste que era de un amigo. ¿De qué amigo? Hay que felicitarlo. —Firpo ya está ensayando en La Giralda ¿Por qué no le decimos a tu amigo que se lo lleve? Capaz que se lo estrena y se hace famoso. —¿Tan bueno les parece? —volví a preguntar. —A mí me parece que a Firpo le va a gustar. —¿De veras les gustó? —insistí. —Sí, hombre, sí. Nos gustó, nos gustó mucho. ¿Qué te pasa? —Bueno, entonces se los voy a confesar… este tango es mío.

EL BAUTISMO
Ahora que nació, tenemos que bautizar a la criatura —sentenció Introini, una vez pasada la primera impresión. —Así se la llevamos a Firpo y capaz que nos la estrena —decidió el que tenía un amigo que era amigo de Firpo. Me gustó mucho aquel “nos la estrena” porque yo ya había descubierto que esta cosa de componer, si bien es loca y maravillosa, es también un oficio solitario y duro porque uno está solo frente al misterio y porque hay que tener el alma desnuda para poder sentir. Aquel “nos” lo recibí como una frazadita que me abrigaba el alma. —Y te digo una cosa —agregó— si Firpo te lo estrena, te aseguro que vas a poder hacer plata con este tango. Resuelto el punto, cada quien hizo generosamente su aporte para el título. Se barajaron muchos nombres, pero prevaleció uno, el mismo que ya campeaba en el estandarte con el que la comparsa iba a salir en Carnaval y con el que todos nos sentíamos identificados: La Cumparsita. ¿Por qué? Tenía que ser así… ¿acaso no éramos nosotros?
   

Como yo no me decidía a ir solo, dos de los muchachos me acompañaron a ver a Roberto Firpo, el famoso músico argentino que había venido a Montevideo para actuar en el café La Giralda, que se encontraba donde hoy se levanta, majestuoso, el Palacio Salvo. Era de tarde y el local estaba vacío. Un mozo lavaba el piso, otro secaba vasos detrás del mostrador, en mangas de camisa los dos y con delantales blancos largos hasta los tobillos. En un estrado, ensayaba el cuarteto compuesto por el propio Firpo y por David ‘Tito’ Rocatagliata, Agesilao Ferrazzano y Juan Bautista ‘Bachicha’ Deambroggio. En vista de que yo no me atrevía a hablar, uno de los muchachos se acercó a Firpo y, después de parlarle un rato, le entregó lo que, para mí, era una obra maestra de la escritura musical. Firpo se acercó al piano, se sentó, puso el cuaderno en el atril, intentó tocar lo que había escrito Becha pero no le pegó una. —¿Quién escribió esto? —preguntó, con un cierto desdén. —La hermana de Matos —contestó mi amigo y me señaló— él no sabe música. —Pero sabrá tocar —Firpo me miró de arriba a abajo— ¿o no? Me acerqué y dije que sí con la cabeza porque no me salían las palabras. Tenía unas ganas locas de arrebatarle el cuaderno y salir corriendo, experimentando por primera vez la sensación agónica de poner a consideración de la crítica la criatura a la que le había dado vida con tanta ilusión. Firpo se levantó de la banqueta y me hizo señas de que me sentara. —Esto no lo entiende nadie, botija. Sentate y tocalo vos. Nunca me gustó tocar en público pero no tuve más remedio. Ya con los primeros acordes, no más, los demás músicos y los mozos dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron al piano, para escuchar mejor. Al terminar, todos aplaudieron con ganas.

—Me gusta, tiene gancho —dijo Firpo, buen clínico y conocedor de lo que había llegado a sus manos— lo vamos a ensayar y te lo voy a estrenar pero, para que la orquesta pueda tocarlo, antes hay que pasarlo en limpio y hacerle algunos arreglitos. Así no se entiende nada y le podríamos agregar… —No quiero que le agregue nada —lo atajé, con brusquedad y sacando coraje no sé de dónde— a mí me gusta así como está. —¡Qué carácter tiene el mocoso! —se rio Firpo—. Está bien, está bien, era por hacerte un favor. Para que veas que no me ofendí, hasta te ofrezco firmar la partitura como si el tango fuera de los dos… —y al ver mi cara de asombro, agregó—: así te doy una mano, como sos tan nuevito, a vos no te conoce nadie… ¡Oh, videncia del Pato Pekín!, como cariñosamente me apodaban mis amigos en aquel tiempo: no entré por el aro y rehusé la colaboración y, por lo tanto, el injerto del nombre de Firpo en mi primera obra musical.