Siempre nos juntábamos en la esquina de Mercedes y Barrios Amorín para tomar el trolley 62, Pocitos, que nos llevaba al liceo. A veces raudo y otras no tanto, lo que nos desesperaba a mí, a mis hermanas y a una amiga, por miedo a llegar tarde.
Mi colegio era el Santo Domingo, las
Domínicas de Rivera, solo de niñas. Pasábamos una portería y enseguida se abría
un patio lleno de sol y cargado con la risa de tantos recreos. Subíamos
corriendo las escaleras no sin antes echar una mirada a nuestro uniforme azul y
zapatos lustrados, sin olvidar la vincha obligatoria sentenciada a contener
nuestros rebeldes cabellos. Era el tiempo del pelo batido y ésta ponía un veto
al peinado. Tampoco podíamos ir maquilladas así que nos quedábamos con las
ganas de probar el delineador líquido que hacía furor en ese entonces.
Parecíamos muy serias pero en el fondo nos reíamos mucho y lo pasábamos regio.
Como norma, teníamos que respetar nuestro
uniforme y eso incluía no juntarnos con chicos en la salida. Mi hermana mayor
tenía un noviecito que vivía cerquita, por Bulevar Artigas. Lo había conocido
en una Kermesse del Sagrada Familia. Nos encantaban estas reuniones de los
colegios, muy típicas de la época, donde
aprovechábamos a ver chicos y mandarnos esquelas y telegramas. Recuerdo un día,
cuando salimos del colegio a las 12 y 20, mi hermana me dice que la acompañe,
que se iba a juntar con él a unas cuadras por detrás del colegio. Yo, muy
apegada a las normas, no quería ir por nada pero tampoco podía llegar a casa
sola. Allá fuimos con el corazón latiéndonos de miedo. Mirábamos para todos
lados viendo fantasmas por doquier, camionetas rojas como la de papá o la Combi
del colegio. De repente todo se hace realidad, la hermana Sor Saint Gilles
manejando la camioneta del colegio! Fue un desparramo! Cada uno corrió para un
lado y tratamos de escondernos tras unos árboles. Gracias a Dios, el vehículo
pasó de largo, pero el susto fue inmenso. Le dije a mi hermana “¡Nunca más!” Hoy
es solo una anécdota.